Nathan, murmuró entre dientes, recordando cuánto había gozado antes de retirarse a su habitación.
En esos primeros segundos de somnolencia, todo era perfecto para María. Podía fingir que entre las sábanas de seda que acariciaban su cuerpo desnudo había gozado del escultural hombre predestinado para ella. Su salvador, el que arrinconaría de una vez a su padre, devolviéndolo a sus obligaciones y alejándolo de su camino.
Con los ojos cerrados aún saboreaba el ritmo frenético de su último acompañante e ignoraba todo lo demás, pero poco a poco, la luz que se filtraba por la persiana, el sonido de la ducha, el incesante pitido del despertador de la habitación vecina…, la sacaban de su ensoñación, golpeándola con dureza contra la maldita verdad: el muy gilipollas ni la miraba.
Abrió los ojos lentamente, odiando a Itzel por estar duchándose y romper la magia de su ensoñación, recordándole que, después de un mes arrastrándose y persiguiendo a su presa, no había conseguido nada. Estaba harta y empezaba a desesperarse.
Se estiró y miró su reloj, las siete de la mañana de otro día insulso y agotador.
—Mierda —masculló, estirando los dedos de los pies e ignorando cómo le dolían.
Era su peaje por sentirse atractiva, se subía a los tacones a las ocho de la mañana y se bajaba de ellos… ¿a las diez de la noche?, ¿o las once?, ¿o las doce?... ¿O quizás algún macho alfa se los dejaba puestos mientras la empotraba contra la pared del bar de turno?
—¿Tan temprano y ya con el ceño fruncido?
Aborrecía esa voz, se tapó con la almohada, esperando que la siesa se diera cuenta de que no quería escucharla.
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